Nueve años de espera necesitó el cine argentino para una nueva visión del mundo según la cineasta salteña Lucrecia Martel. Tras su paso en el festival de Venecia y Toronto se estrena en la Argentina su cuarta película que un oasis en la cinematografía actual.
La premisa es tan simple como encantadora. Don Diego de Zama (Daniel Gimenez Cacho) espera intranquilo una carta, un salvavidas de la Corona española que le de el permiso para volver a su familia en Europa y salir de Asunción del Paraguay. Pero el renombrado letrado, un justiciero que no usa espada, ya ha esperado mucho y como podemos intuir esa carta nunca llegará. Varado, convive inquieto con las obligaciones judiciales, con el amor no correspondido (encarnado en la española Lola Dueñas) y la corrupción. La espera carcome, como la humedad, todos los elementos de la película. Las caras del pueblo transmiten el agobio del calor y de una vida cotidiana sin muchos pasatiempos y diversiones mas allá del juego y el alcohol.
El milagro de Zama primero radica en la épica empresa en la que se embarcó Martel para adaptar la novela de Antonio Di Benedetto, de (aparente) imposible transposición al medio audiovisual dado el detallado recorrido psicológico de su protagonista. Segundo, por esgrimir en alto la bandera que en el cine argentino se puede hacer buen cine de época. Una época que roza límites con lo imaginario y con la ensoñación, construyendo un microcosmos sobre la base histórica. Recreando la agobiante vida del Virreinato, se observa en la película un trabajo notable en torno a la elección del vestuario, con ropas raídas y colores chillones, peinados con pelucas que sufren también el deterioro de la espera y maravillosas elecciones de máscaras y maquillaje desgastando el animo de sus personajes.
Pero sobre todo, rescato de Zama un espíritu de film de aventuras. Permítame el atrevimiento de pensar la película como una peculiar historia de piratas, con tesoros invaluables, un enigmático villano que impide la actividad comercial de la zona y un viaje hacia lo desconocido. Tras pasar noventa minutos empantanada en la vida urbana y los interiores claustrofóbicos y corroídos de la civilización, la historia tiene una fuga, que deviene en una explosión narrativa y visual cuando Zama comienza a viajar con un grupo mercaderes que quieren encontrar y eliminar a Vicuña Porto (el brasilero Matheus Nachtergaele). En este viaje hacia tierras desconocidas, Zama será testigo de episodios dignos de un relato de Joseph Conrad o Robert Louis Stevenson. Centenares de indígenas ciegos que vagabundean por la noche entre los pastizales, humedales intransitables, enfermedades, cacerías humanas y un ritual aborigen que podría ser el invento de nuestras peores pesadillas. Piratas poco convencionales, mezclados con la gauchesca del litoral y la mitología de las culturas originarias. Sin embargo, la cuota de aventura se satisface con creces.
La puesta en escena de Martel es de una delicia inigualable que transmite el agobio de Zama con tiempos densos y una plasticidad de los cuerpos y los espacios al que nos tiene acostumbrados la directora de La ciénaga (2001). Se buscó un juego con la mirada, donde el ojo recorre encuadres dentro del encuadre generando diálogos entre el afuera y el adentro, fugas que cargan de matices la atmosfera de la historia. El trabajo con el sonido es una mención aparte, construyendo el mundo que la cámara no ve, enriqueciendo la información y creando una subjetividad sonora que nos permite percibir y sufrir el mundo como lo hace Zama. El espectador debe ser paciente, hundirse en la butaca y dejarse llevar por la película. No espere encontrar atajos, no intente resolver misterios. La película es un viaje de ida, que no es para engullir como una hamburguesa sino para percibir los diferentes sabores como un buen vino. Hoy es la embajadora nacional en los premios Oscar y Goya, quizás la espera de Zama y de Lucrecia Martel vean el oro al final del recorrido.